El copetillo ridículo

Por Gerardo Corral Luna

Wilibaldo Corral Gándara tenía la punta de los dedos anchos, parecían badajos de campana, pero con sus manos fue muy hábil, lo mismo echaba un vaciado de cemento o ponía un techo, que hacía a punta de lima y taladro las más pequeñas y complicadas piezas de un arma de fuego. También sabía de Carpintería y con una navaja y en un trozo de madera podía tallar la réplica bien hecha de una pistola.

Yo me gradué de su escuela allá por 1979 u ochenta. Hacía ya bastantes años que no lo veía, ese día llegué a casa de mi abuela y había llegado él de visita, porque para entonces vivía allá por Durango, estaban también algunos otros tíos y tías, todos intentando ver un video, pero no lograban conectar la videocasetera. Tomé las riendas del asunto, hice las conexiones correctas y se pudo ver el video en la televisión, entonces el tío Willy me levantó el brazo y dijo muy buen trabajo y me aplaudió, además. Eso fue lo que yo considero mi graduación ante quién fue mi maestro. Juntos arreglamos decenas de pistolas y rifles, pusimos láminas, arreglamos goteras, le repusimos patas a sillas y mesas, echamos pisos de cemento….

Por aquellos años, yo tenía 12 de edad y me convertí en su ayudante oficial para todo tipo

de trabajo, por supuesto que aquello lo hacíamos como trabajo casero, porque el laboraba en la minería, el único trabajo que hacíamos para otras gentes, era el de la armería.

También en la lectura tomaba yo mi turno, cada periódico, “Alarma” o novela de vaqueros que terminaba de leer, me la pasaba para que yo la rematara.

La única ocupación que yo siempre pensé que no se le daba muy bien, era la de peluquero, porque ya de que improvisaba la peluquería, me levantaba de la silla con el pelo cortado casi a ras y con un copetito muy ridículo, pero había que pagar el precio de su aprendizaje. No sé si algún día logró hacer otros estilos de corte.

Recuerdo que, para un 20 de noviembre, en la escuela, teníamos que ir disfrazados de revolucionarios, mi mamá me pintó mis buenos bigotes y patillas, me plantó un sombrero en la cabeza y quedé listo para la tropa, aunque desarmado, porque no había juguete alguno, ni siquiera una pistolita de agua, entonces fue que el tío Willy me vio, se metió a su pequeño taller de armería, salió y me fajó una 38 “especial” de cañón corto, que le habían llevado a arreglar. Casi se me caían los pantalones con aquella pistola, pero era yo el más feliz del desfile y todos mis compañeros querían que se las enseñara (la pistola). El tío Wilibaldo, fue una figura paterna muy importante en aquellos años que tanta falta me hacía. De él aprendí varios oficios, sólo me faltó aprender a ser tan trabajador como él.

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