Qué manera de terminar el año

Era jueves del día último del año de 1953. Se fue despacio por el “camino real”. Ya no había ninguna prisa por llegar. Somnoliento, arrullado por el paso de su caballo, Quirino Luna pensaba en tanto, en su padre, la vida que había llevado: “Cuanto trabajo, tantas bocas que comen”. Agradecía a Dios por todos los hermanos y hermanas que había tenido, pero “que friega para mis viejos, especialmente cuando éramos niños” se decía en ese momento.

El día anterior había estado hasta tarde sentado al borde de la cama donde su padre reposaba de su infinito cansancio y hoy muy temprano, antes de que saliera el sol, llegó su sobrino Lolo apurado a avisarle que el viejo había muerto en la madrugada. Es por ello que esta tarde se dirigía a Santa Ana que dista a unos seis kilómetros de distancia, pensando que “de una vez lo que sea tarde”. En ese poblado se había habilitado a Anastacio Sáenz como agente del Registro Civil para esa región del municipio y hacia allá se dirigía Quirino a hacer el registro de la muerte de su padre.

Ya de regreso hacía cálculos Quirino, porque cuando Anastasio lo cuestionó para redactar el Acta, él informó que su padre al morir contaba con la edad de 87 años. Recordaba ahora que cuando su padre se casó con María Chávez, allá en Cerro Prieto, su papá tenía 19 años de edad, según alguna vez le había contado, y su mamá  era una quinceañera y esa boda había sido en el año de 1890, recordaba muy bien por lo redondo de la fecha, “entonces si a 1890 le quitamos los diecinueve ya cumplidos, resulta que su papá nacería en 1871 y que a la fecha habrían transcurrido 82 años que era más o menos la edad a la que ese día murió Don Cornelio.

La familia era originaria de Cerro Prieto en el municipio de Guanaceví, Durango. A Don Cornelio lo habían traído a Saltillo, Durango del municipio de Villa Ocampo, para cuidarlo, porque ya estaba mayor y solo, la mamá de Quirino había fallecido hacía ya algunos años. Pensaba Quirino en su cavilar de regreso, recordaba a los padres de su papá, o sea sus propios abuelos que se llamaron Nepomuceno Luna y Rafaela Chávez y deseaba que ya estuvieran reunidos en el cielo con su hijo Cornelio. En medio de la tristeza sentía el consuelo de que su padre ya descansaba en paz, lo que era de lamentar es la forma de acabar el año y que no celebrarían con el júbilo de siempre la llegada del año nuevo.

En tanto Quirino iba rumbo a casa, en saltillo se llevaba a cabo la velación del cuerpo y allá en el ranchito de El Retiro, mientras la familia de Quirino se alistaba, Carmelita discutía con su mamá. —es que ya tenemos Alfredo y yo la fecha de la boda, ¿cómo la vamos a cancelar? —Pues así, se cancela y ya. Tenemos que guardar el luto para tu abuelo. Carmelita se resistía a cancelar la boda y seguía argumentando, hasta que su madre Delfina le dijo —está bien, te casas pero no habrá fiesta, no habrá baile ni nada, se casan y ya. A lo que Carmelita contestó —no pues así que chiste, mejor nos esperamos. Lo que entonces no sabía Carmelita es que el guardar luto antes de su anhelada boda con Alfredo, se alargaría un poco más, porque no habían transcurrido ni cuatro meses del fallecimiento de su abuelo Cornelio, cuando murió su otro abuelo Don Agapito Vargas.

Así son las veredas de la vida: unos se van, otros se quedan y unos más vienen llegando pero las manecillas del tiempo giran sin cesar.  

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