El repartidor de carne.

Por: Cecilia Luna Vargas

Érase una vez en El Retiro Dgo., un ranchito de lo más hermoso donde vivimos tan felices momentos, de los que quedan muy bellos recuerdos, como cuando los sobrinos se juntaban durante las vacaciones de la escuela y formaban un ejército de niños de todos tamaños que lo mismo jineteaban becerros, burros, caballos y hasta marranos, colgaban columpios en el álamo grande, nadaban en el río, atravesaban una viga sobre las otras vigas con que se atrancaba el corral y la utilizaban de sube y baja, en fin, se divertían como enanos recién escapados del circo. Pues en ese hermoso lugar de mis recuerdos, sucedió la historia que ahora les relataré.

En una ocasión, allá por el año de 1962 ó 63, nuestros padres habían salido y nos encontrábamos solos Panfilita, Octaviano y yo que era la más pequeña de la familia. Él como el hombre de la casa en ese momento, nos llevó una pierna de carne fresca, nos dijo que era de borrego y que nos la mandó nuestra hermana Licha que en ese entonces vivía en Saltillo, una ranchería que no quedaba muy lejos de nuestro ranchito. Para cuando él llegó Panfilita y yo ya habíamos comido algo porque ya era tarde y no lo esperamos, pero le ofrecimos asar un poco de la carne que trajo para que comiera él, pero nos dijo que ya había comido, que mejor iba para Saltillo y regresaba pronto. Le enganchó al carro la mula y se fue.

Las travesuras de Octaviano, desde chico, eran motivo siempre de plática, alguien se sabía una parte de la historia, y no faltaba el que se sabía la continuación, y así se iba juntando hasta que quedaba la historia completa, por eso fue que nos enteramos después, que fue a llevar carne a Chavel y a Vicenta, nuestros hermanos y que, en el camino, como solía suceder se encontró a varios conocidos, que al ver que llevaba carne fresca le pidieron que les vendiera una poca.

Por supuesto que Octaviano al principio se negó y siempre les dijo que era para sus hermanos Chavel y Vicenta, pero su resistencia no fue mucha, porque dado su buen corazón, al final siempre accedió a vender una poca a varios de los que en el camino se encontró.

Hasta la fecha desconocemos si Isabel y Vicenta comieron de esa carne o no, porque siempre que se tocaba ese tema ellos nomás sonreían, pero nada dijeron nunca. ¡Ah! Pero lo que es Panfilita y yo, ya habíamos asado un buen trozo de carne en el comal e hicimos un chilito güerito, ¡Pero bien sabroso! Y en eso estábamos cenando cuando llego Octaviano, de inmediato se dio cuenta que a la pierna ya le faltaba un buen cacho y luego nos vio comiendo, soltó tremenda carcajada y nosotras preguntándole que de que se reía, entonces salió afuera y volvió con un cuero de coyote, aún fresco y nos dijo miren lo que se comieron y no paraba de reír.

Panfilita y yo, enojadas empezamos a tirarle cosas y salimos tras él a pedradas. Nos mostraba el cuero mientras corría entre carcajadas, hasta que comprendimos que habíamos caído en una de sus travesuras y al final nos reímos todos y ahí quedó el asunto del repartidor de carne. Nos quiso dar corajito todavía, cuando ya todos calmados nos dijo –¡Cómo no me esperé hasta que su hubieran terminado toda la pierna para decirles que era de coyote!

A mi hermano Octaviano no crean que se le ocurrían las cosas de buenas a primeras, no, el planeaba las cosas muy bien y con tiempo, porque no crean que fue la única vez que hizo de las suyas con carne de coyote. Él ponía trampas y agarraba al coyote y lo mantenía amarrado donde nadie lo fuera a encontrar y todos los días lo alimentaba. Le llevaba sus bolas de masa de maíz y todo lo que podía y se las ingeniaba para dejarle agua también. Así le hizo una vez cuando ya se acercaba el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, que siempre se celebraba en casa y por supuesto los amigos y familiares ya sabían y poco a poco iban llegando. Para entonces Octaviano ya había puesto una lumbre, mientras los amigos se le empezaban a juntar alrededor. Qué hace Taviano, le preguntaban. Pues que no he comido en todo el día y me voy a comer una carnita asada, miren como está las “bracitas” en su mero punto. Entonces fue a la cocina y sacó unos trozos de carne y ya cuando estaba lista la carne, les decía. Ahí les encargo, voy por otra poca porque se me hace que no me voy a acabalar. Se iba y al volver ya la carne asada había desaparecido. Qué pasó. Les preguntaba y todos con cara de yo no fui, decían. No sé contestaban todos.

No, pues ahora si me voy a poner muy abusado. Les decía. Y ya cuando la otra tanda de carne estaba casi lista, decía. Nombre, a esta carnita nomás le falta una poca de sal. Voy por la sal. Al volver encontraba nada de carne y todos con cara de santo. Va pues qué raro está esto. Voy a tener que poner más carne. Y así le seguía con cara de sorprendido, hasta que al final salía con el cuero del coyote. Pues ahora sí que me quedé con hambre ya nomás me queda el puro cuero. Ya se imaginarán la reacción de todo mundo al darse cuenta que se comieron un coyote. ¡Así era mi hermano Octaviano Luna Vargas! 

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